El Matrimonio
Son casi las seis de la tarde Jeanne Chennany se mira al espejo. Acomoda el blanco velo de fino encaje que cubre su cabello, su vestido es de un verde profundo, es bultoso y le cubre hasta los pies, pero logra sujetar lo ampón con sus manos a la altura del vientre, las mangas son de color azul. Sus manos temblorosas delatan lo nerviosa que está. No puede sudar porque arruinaría el tocado de su cabello que parecía dos croissants alrededor de su cabeza, pero asimilaban más dos cuernos bajo un fino encaje.
Había instantes que olvidaba quién era, que provenía de una familia apoderada italiana que se estableció en París. Brujas tenía un clima que le caía bien, al menos sus extraordinarios paisajes y canales le hacían olvidar de vez en cuando un viejo romance que tuvo con un aprendiz de artista. De repente dos toquidos sutiles la hicieron regresar al presente. Escuchó una voz imperativa:
—La aguardan en la sala de las visitas, vaya ya mi lady.
En la sala yacía Giovanni Arnolfini, mercader italiano, conocido por pertenecer a la corte de Felipe el Bueno duque de Borgoña y por su ostentosidad. Tenía las cejas depiladas y una mirada serena. Pocas veces había vestido para tal ocasión, la tela de su traje era lujosa y costosa, el purpura de su capa lo hacía verse un hombre interesante y de clase, un sombrero negro cubría su calvicie.
La ventana está abierta y dejaba ver el fresco árbol de cerezos, las tapices de los muebles estaban en color rojo, al fondo en una pared había un espejo con los doce misterios de Cristo. Ni siquiera quiso verse, transmitía tanta paz que espero sentado en el elegante mueble rojo. En la escena de la habitación resaltaba una cama en color rojo, la tela era tan aterciopelada que pasar una noche ahí no garantizaba despertar. Esa cama ostentosa la había adquirido hace un par de semanas para decorar su nueva casa y era imprescindible para el gran acontecimiento que se suscitaría. Era el día de su boda con Jeanne, con serenidad la esperaba y a los únicos dos testigos.
Atrás de la puerta de la habitación se escucharon los pasos de unos suecos, era Jeanne que abría la puerta.
—Luces divina. Digna de que nos solemnicen en un cuadro.
—¿Una pintura? Preferiría que no.
—Tus padres no pudieron asistir a nuestra unión, además seré de uno de los hombres más influyentes y poderosos de Brujas, quiero mostrar mi cercanía con el duque a través de un cuadro pintado por uno de los mejores pintores, pronto llegará nuestro retratista.
La pareja estaba parada en el cuarto, atrás de la puerta un sirviente anuncia la presencia de los testigos esperados, era el sacerdote y Jan Van Eyck, el pintor neerlandés más renombrado de Italia, conocido por aplicar la perspectiva matemática en sus cuadros y por extraer el pigmento de las flores para dar color a sus cuadros, fue el inventor del óleo.
—Bienvenidos los estamos esperando.
Jan Van Eyck, llevaba puesto un turbante rojo, traía consigo su caballete y en unas cajas brochas y pinturas. En las claras pupilas de Jeanne comenzaron a proyectarse cientos de imágenes, eran los recuerdos. Quería decirle por su nombre, no podía creer que su ex prometido, el ayudante de un taller de arte, se había convertido en un gran maestro.
El sacerdote les dijo que se pararan para comenzar. Mencionó uno por uno los sacramentos del matrimonio. Jeanne no podía soltar de entre sus manos el sobrante de su vestido. Los anillos fueron entregados y la ceremonia consumada. Van Eyck sacó su caballete, les dijo que se dieran la mano en señal de unión, el mercader lo miró con recelo ya que cada vez que su recién esposa miraba al pintor sus mejillas se enrojecían.
Su mano se paralizaba. Le llegaban recuerdos de Jeanne sobre todo cuando su familia lo despreció por no tener fama y fortuna. La puerta quedó abierta y un pequeño perro atravesó la habitación:
—Besti, ven acá—, dijo el mercader, —tú también estarás en el cuadro.
Pasaron un par de horas, cansados los posantes, Van Eyck pensó que lo terminaría en el hotel, nadie podía verlo, lo cubrió con una tela. El sacerdote salió contento con unas monedas de oro entre sus manos, Van Eyck con una mirada perdida en el pasado.
A la semana siguiente tocó a la casa del mercader, quien lo recibe gustoso y con honores, como el gran artista que representaba.
—Maestro, ¿qué le trae por aquí?
—Estoy a punto de terminar su encargo, solo que me hacen falta alguno detalles, la profundidad de las telas de sus muebles, ese rojo tan intenso, su espejo y demás objetos, quisiera volverlos a ver.
—Sí claro, pase maestro, mi esposa le atenderá, yo salgo de urgencia con el duque, esta es su casa.
Llamó a Jeanne, y ésta le pasó hasta a la habitación.
Con voz quebradiza le dijo al pintor. —Estoy orgullosa de ti, te has convertido en uno de los pintores más renombrados, toda Europa habla de ti.
—Es una lástima que no te tocó compartir todo esto conmigo.
—Tú sabes que mis padres lo impidieron.
—Nunca llegaste a la cita para huir juntos.
—No, no lo hice, pero en este momento me voy contigo, todo esto es tan falso, el rosario en la pared, una sola vela prendida del candelabro, el color de mi vestido, Giovanni solo espera de mí que le dé un heredero. Todos los días esta briago y en los prostíbulos.
—Llévame contigo a Italia.
—Será un locura, es que tú no sabes nada de mí, yo me…. En fin el mundo está loco.
Los dos huyeron al hotel. Jeanne no empacó nada y se fue solo con la ropa con la que estaba vestida, lo único de valor fue el anillo de matrimonio que le fue dado en la ceremonia.
Van Ekcy tenía que recoger un pago de otro encargó que había realizado en Brujas; sola en la habitación, Jeanne pensó en sus padres, en lo mucho que defraudaría a su familia, serían la burla de París, sin pensarlo regresó a su casa, pasó por la habitación donde fue la ceremonia, se acostó en la cama y cerró los ojos porque no quería saber más del mundo por el momento.
Van Eyck regresó a Florencia, su esposa le preguntó cómo la había pasado en Brujas.
—¿Qué tal los belgas?
—Estuve a punto de volverme loco—, le contestó.
Al paso de un mes una calandra venida de Italia llevó el tan ansiado cuadro por el mercader, lo llevó a la habitación. Enfrente de su esposa le quitó la tela que lo cubría, todo era perfecto, sus rostros, los trajes, los colores de sus muebles, la perspectiva del cuarto, el piso de madera, hasta el pelo del pequeño perro, en el espejo de la pared, escribió la insignia, Jan Van Eyck estuvo aquí, con esas letras dejó plasmado su recuerdo. Alrededor del espejo puso figuras pequeñas que retrataban desde el momento que conoció a Jeanne y cuando lo abandonó en el hotel.
La elegante habitación en tonos rojos estaba ahora llena de recuerdo para Jeanne. Pasó el tiempo y la pareja no engendraba al heredero, el mercader la culpaba todos los días de haberse casado con una mujer estéril, hundida en la depresión un día, casi a la seis de la tarde y con una sola vela prendida, Jeanne entró a la habitación, se acostó sobre el fino terciopelo rojo de la cama, cerró sus ojos, jamás volvieron a abrirse.
El mercader contrajo nupcias después de dos años y tampoco pudieron tener hijos. El cuadro se lo regalo al duque, ya que la obra de Jan Van Eyck valía veinte veces más que en aquel tiempo cuando lo pintó. El pintor no solo dejó plasmada una frase para hacer notar el reencuentro con Jeanne, dejó un recuerdo que perduraría por siglos.
El mercader no se deshizo del cuadro por el recuerdo de su esposa, sino, porque no se parecía mucho al personaje del cuadro, Van Eyck había plasmado su propia ceremonia: él y Jeanne.