El Beso de la Ciudad de México

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Escrito por Marco Aurelio Altamirano Juárez


Mañana a la misma hora
en que el sol te besó por vez primera,
sobre tu frente pura y hechicera
caerá otra vez el beso de la aurora;
pero ese beso que en aquel oriente
cayó sobre tu frente solo y frío,
mañana bajará dulce y ardiente,
porque el beso del sol sobre tu frente
bajará acompañado con el mío.

Manuel Acuña
Fragmento del Poema
Hojas Secas

I.  Beso y ciudad

Vivir en la Ciudad de México es sentir el beso de la eternidad, el peso de la historia, la vibración del alma nacional; es sentir la independencia, nuestros afanes de reforma, revolución y libertad. Vivir en esta magnífica ciudad es condensar el pasado, echar raíces y tener la esperanza de un mañana mejor.

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Recorrer sus calles y avenidas brillantes en la noche húmeda nos pone en contacto con la historia, la tradición, con los grandes hombres, con los recuerdos, con las epopeyas nacionales, con el desangrar de la Patria, pero también con el bálsamo que cura sus heridas y las cicatriza.

La ciudad en si misma es el beso que sana y restituye el tejido de sus hijos, titanes que han sufrido la furia de la naturaleza y la tempestad de las aspiraciones más profundas que han cimbrado el alma de México.

¡Cómo no amar a la Ciudad de México! si quererla es sentirla en nuestras entrañas, disfrutar sus parques y jardines, sus zonas naturales, sus plazas y monumentos, sus edificios antiguos y sus grandes construcciones modernas e inteligentes, siempre rodeadas de tradición.

En el Credo Mexicano, Ricardo López Méndez habla de la promesa y el beso que son nuestros, pero fue Consuelo Velásquez quien en medio de esta urbe de roca, concreto y alma, nos fusiona con ella cuando proclama en notas y pentagramas la más sublime y elevada plegaria entre los hombres: “¡Bésame mucho!”.

Y es que en cada bocacalle hay un beso, en cada esquina, en cada alameda, en cada corredor, en cada monumento que se yergue hacia el cielo. Hay un beso en cada torre que dibuja el paisaje, en cada iglesia que tañe sus campanas, en cada pareja que vive los románticos rincones.

Sí, hay un beso en cada madre que posa sus amorosos labios en la frente de su hijo, en cada padre que lucha durante el día sin descanso, en cada obrero que cincela la ciudad con sudor, esfuerzo y alegría, y con el corazón entre sus callosas manos.

Al final de cada día, con una nueva esperanza, cada capitalino le decimos a nuestra ciudad: “¡Bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez!”, aunque sepamos que vendrá un nuevo día, aunque sepamos que no será la última vez, porque aun hay historias que vivir, porque en la grandeza del beso de nuestra ciudad recibimos la fuerza de todos los que la han edificado con trabajo, perseverancia, talento y virtud.

II.  Una ciudad como destino

La Ciudad de México es un lugar mágico, pletórico de historias, escenario de la cotidianidad más profunda que vive cada uno de sus habitantes, raíz de nuestra nacionalidad, punto de encuentro con la globalidad y destino posible de una civilización.

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Todos los destinos se encuentran en ella, sus calles y avenidas nos marcan un rumbo, sus parques y jardines nos piden una visita, sus templos nos arrancan una oración y sus callejuelas nos invitan al paseo y la recreación. Esta es una ciudad de contrastes y semejanzas, su historia nos provoca a dedicarle trazos y trozos de nuestras vidas, que también son provincianas.

Cuando un viajero conoce la Ciudad de México y vuelve a su Estado o a su país, no le queda sino expresarse como Paul Sartré: "… regresaré a mi Ciudad y seré en mi ciudad un extranjero". Y es que no puede el visitante dejar de fundirse y confundirse con la ciudad, porque es única y encantadora la experiencia de vivir en la capital de nuestro país.

Quien ha vivido en provincia añora el terruño, el solar nativo, pero después de unos minutos de haber salido de la capital, siente ya la nostalgia y el deseo de regresar.

La ciudad nos ofrece su aire, sus oportunidades, la ilusión, su gente, el anonimato, la competencia y el desafío de todos los días. Quienes vivimos la ciudad debemos detenernos un instante para admirarla, venerarla, cuidarla y respetarla.

En esta hora centenaria y bicentenaria es momento de observar su grandeza y magnificencia, porque aquí echamos raíces, aquí cultivamos el amor, aquí se hace la familia, aquí palpita el corazón de un país que aspira a ser, aquí en la plaza majestuosa del Zócalo vibra el alma nacional; aquí se reafirma nuestra inclinación hacia el humanismo y nuestro anclaje a la patria en la que nacimos libres e independientes.

Si Francia heredó de la Segunda Guerra Mundial la célebre imagen El Beso, nuestra ciudad recibe con el mismo amor, fraternidad y solidaridad a todos los visitantes extranjeros; y si Guanajuato recibe a todos en el Callejón del Beso, nosotros recibimos a los visitantes nacionales con el beso de la Ciudad de México.

III.  Fuente de Inspiración en el arte y la cultura


Nuestra ciudad es una fuente de inspiración para oriundos y extranjeros. Aquí nacieron o vivieron  grandes hombres que enaltecieron el arte y la cultura como Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel Payno, Juan de Dios Peza, Vicente Riva Palacio; aquí estuvieron José Martí, Pablo Neruda, Gabriela Mistral y cientos de personajes que han trascendido en la historia.

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Cantinas, tabernas, restaurantes, hosterías, cafés, jardines, corredores, callejones, balcones, recintos ocultos, entre otros, han sido los espacios inspiradores de ideas que han trastocado el estatus imperante y han dado paso a grandes manifestaciones artísticas en la literatura, la poesía, la dramaturgia, la música, la pintura o la escultura.

Bien podríamos recordar una ópera, un “atardecer en la alameda”, un “sonido 5”, un ballet folklórico, un recorrido nocturno por el bosque más famoso de la ciudad o el montaje de la internacional obra “El Lago de los Cisnes” frente a nuestro hermoso lago de Chapultepec.

En una sola ruta podemos admirar la expresión sublime de algunos ejemplos y signos del arte y la cultura en México: La Calzada de los Poetas, Los Pinos, el Auditorio Nacional, el Monumento a la Patria, el Museo de Arte Moderno, el Museo de Antropología, el Museo Rufino Tamayo, la Casa Amarilla, La Casa de Moneda o el Árbol de la Noche Triste que de tanta tristeza se seca en la humedad de tantos siglos.

IV.  Paisaje y arquitectura; piedra y aire en movimiento

El sitio en que se asienta la metrópoli siempre fue privilegiado; un valle fértil, pródigo en humedad enriquecida por las vertientes de sus cerros circundantes. La ciudad mereció ser llamada la región más transparente del aire, con un clima saludable, esplendoroso vergel en que se pueden observar las más hermosas flores.

Ayer, nuestra ciudad fue un extenso espejo líquido en que se reflejó el etéreo cortinaje azul del firmamento, y hoy, en las noches serenas o tormentosas, en los cuatro puntos cardinales, bajo la bóveda celeste, es un hermoso lago de luz y de esperanza.

La Naturaleza dibujó aquí un hermoso paisaje adornado con la presencia de dos volcanes milenarios, testigos de la transformación fecunda que dio vida a una ciudad monumental, crisol en que se funden todas las culturas como homenaje al pensamiento universal, que sólo puede florecer en donde existen horizontes inmensos de tolerancia.

La antigua Ciudad de México se construyó sobre agua, tierra y cimientos movedizos, pero poco a poco, hemos conseguido la estabilidad que proporciona la roca. Nuestra ciudad se ha extendido y con ella el carácter de nuestra gente ha adquirido la dureza y la sensibilidad que sólo se templan en las horas difíciles y de alegría.

El movimiento es la esencia de la ciudad, todo en ella significa cambio y metamorfosis. Miles y miles de rostros anónimos, y a la vez tan conocidos, se cruzan millones de veces, mientras se conquista el espacio y el aire, mientras se comparte la cercanía y el espacio urbano.

Nosotros hemos buscado la vida entre los escombros y hemos llorado juntos las pérdidas, pero también hemos levantado y derribado muros entre las ruinas de lo que hemos sido para levantarnos una y otra vez, para reconstruir nuestra ciudad, para reconstruirnos a nosotros mismos, para no dejar que la desgracia, el infortunio, la inseguridad o la incertidumbre nos arrebaten esta pirámide que se ha convertido en nuestra casa, la de todos los mexicanos, y patrimonio de la Humanidad.

Nuestra ciudad es majestuosa por su arquitectura y recintos: es bello el Salón de Cabildos, sublime la Catedral Metropolitana, Mística la Villa de Guadalupe, internacional la Torre Latinoamericana, hermoso el antiguo Museo de la Ciudad de México, imponente Ciudad Universitaria, excelso el Palacio de Bellas Artes, y modernos sus centros de negocios.

El Barón de Humboldt, en su Ensayo Político sobre el Reino de la Nueva España, escribe que nuestra ciudad debe “… contarse sin duda alguna entre las más hermosas… esta ciudad ha dejado una cierta idea de grandeza, que atribuyo principalmente al carácter de grandiosidad que le dan su situación y la naturaleza de sus alrededores”.

Nuestra Ciudad es la chinampa en un lago escondido que nos dejara Guadalupe Trigo, o como diría en el Ulises Criollo José Vasconcelos, el Maestro de América, quien caminó por nuestro antiguo barrio universitario, la Ciudad de México es “… hermosa y espléndida. La vieja arquitectura es noble y serena. Las fachadas principales se han librado del gris moderno y conservan enjalbegados en rosa o en amarillo. Un sol, que nunca falta aviva los tonos...”.

Aquí está el antiguo Palacio de Covián, la Casa del Barón de Humboldt, el Museo de San Carlos, antigua Academia de Artes; pero también se encuentra el Claustro de Sor Juana, el antiguo Colegio de las Vizcaínas, el Convento de los Betlemitas; el Templo de la Enseñanza en Donceles, que Justo Sierra evitó fuera destruido.

Santo Domingo es una joya y en sus portales, hasta la fecha, circulan promesas de amor de los enamorados con cartas que ayer se inspiraban en las canciones de la época y que hoy bien se pueden redactar teniendo como fondo musical la canción mexicana más internacional: Bésame mucho.

La Ciudad de México es conjunción de paisajes naturales, de arquitectura, de piedra, de aire y movimiento. Por eso San Fernando no es un panteón, sino el templo de hombres ilustres; la Rotonda no es una construcción más, sino una asamblea de gigantes de piedra con alma; el Monumento a la Revolución no es un símbolo del ayer, sino del progreso; el Hemiciclo no es un monumento sólo de mármol, sino que es Juárez, sinónimo de la República; y el Ángel de la Independencia no es simple metal fundido en el extranjero, sino el Ara de bronce de la Patria que sintetiza nuestra historia y aspiraciones nacionales.

Y es que aquí el cincel ha besado la piedra, aquí el mármol y el bronce han cedido al monumento, el monumento a la grandeza, la grandeza a los hombres, los hombres al beso, y el beso a la Ciudad.

V.  Tradición, recreación y alma provinciana

La ciudad tiene algo que contar desde Cuautepec Barrio Bajo hasta el pueblo de Milpa Alta, desde Cuajimalpa hasta la última colonia de Iztapalapa. Cada espacio tiene su historia y sus atracciones, lo mismo el centro de Tlalpan, de Coyoacán, de Xochimilco, de Azcapotzalco o el Centro Histórico de la antigua Ciudad de México.

Aquí el mariachi ha tocado nuestros corazones en la Plaza Garibaldi y la marimba se ha hecho parte de nuestros festejos, así como el arpa y la jarana se asoman discretas en las festividades, o la Banda alegra rítmicamente las fiestas populares y patronales.

La variedad gastronómica es amplia y cosmopolita, desde la comida tradicional mexicana hasta aquella internacional de los cuatro continentes como la argentina, uruguaya, española, francesa, italiana, portuguesa, vienesa, polaca, griega, rusa, libanesa, china, japonesa y egipcia, por citar sólo algunos ejemplos.

Los escenarios para degustarla son varios, desde una popular esquina que despide el delicioso aroma de los antojitos mexicanos, desde el zaguán de una antigua casa que perteneció a un Virrey, desde los amplios salones de una antigua hacienda en Tlalpan o Polanco, hasta los lujosos salones de fiestas que se encuentran en nuestros flamantes hoteles capitalinos.   

Los espacios de recreación y esparcimiento en la ciudad son incontables: el bosque de Chapultepec, el Bosque de Aragón, el Desierto de los Leones, Cuemanco o Xochimilco, la Alameda, el Palacio de Bellas Artes o el Teatro Nacional, por mencionar algunos.

La urbe es un extraordinario cruce de destinos y de rutas, un punto conecta a otro; el sistema de transporte nos acerca en minutos a los extremos de la ciudad, el día se multiplica y podemos programar una ruta turística con precisión o improvisarla mientras vamos descubriendo la maravillosa Ciudad de México.

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Entre los lugares emblemáticos a visitar se encuentran el Palacio Nacional, la antigua Cámara de Diputados, la Casona de Xicoténcatl, el Edificio del Gobierno del Distrito Federal, la Catedral Metropolitana, el Antiguo Palacio del Arzobispado, San Ángel, Coyoacán, Xochimilco, Nativitas, Milpa Alta, Tláhuac, el Barrio de la Merced, el Barrio de Tepito, La Lagunilla, La Candelaria… en fin, una lista interminable...

Además, nunca podremos saber lo valioso que es para nosotros cada personaje de la ciudad, no podríamos concebirla ya sin el cilindrero, el camotero, el billetero, el algodonero, el merenguero, el globero, el mariachi, los tríos, los ambulantes, los payasos, músicos y topos que circulan en los trenes y microbuses.

Como joyas del paisaje, como verdaderas reliquias de nuestra ciudad son, por ejemplo, el carbonero, el ropavejero, el afilador, el ventrílocuo o el fotógrafo ambulante de instantáneas.

No hay duda, podemos sentir en la Ciudad de México la tradición, la recreación y el alma de la provincia.

VI.  Motor de la historia nacional

La Ciudad de México se encuentra en el mismo sitio donde los dioses posaron al águila sobre el nopal; en ella ocurren hechos históricos relevantes: es la misma tierra en la que se fusionó la obsidiana local y el acero español; es la plataforma heroica de Cuitláhuac en la defensa de la antigua Tenochtitlán; es la misma piedra que albergó el Antiguo Palacio de la Inquisición en donde se suicidó por amor Manuel Acuña.

Aquí se llevó a cabo el tumulto de 1624 contra el Virrey Gelves; aquí el célebre Primo de Verdad, desde el Ayuntamiento de la ciudad, inicia los intentos por darnos un gobierno propio; aquí se llevó a cabo en Azcapotzalco la última escaramuza de la guerra de Independencia.

Esta es el gran escenario de Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza, titán de la dramaturgia y exponente mexicano digno del Siglo de Oro de la literatura española; aquí vivió, soñó, se inspiró y dejó su huella magistral Sor Juana Inés de la Cruz, la Décima Musa que se adelantó a su época y reivindicó la posición de la mujer; y este es el territorio donde se asienta el famoso Barrio de Tepito, que cuenta entre sus calles con una que porta el nombre de Mariano Matamoros, prócer de la Independencia que nació en la Ciudad de los Palacios.

Precisamente la Columna de la Independencia nos recuerda que es un honor morir por la Patria como lo dejara dicho Morelos; el imponente Castillo de Chapultepec nos muestra que ningún sacrificio es poco en defensa de la soberanía nacional; y el Ángel de la Independencia, mensajero de paz y de libertad, simboliza el apego del pueblo a su identidad y el anhelo de prosperidad.
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Es en la capital de la República a donde entra, triunfal, Francisco I. Madero; donde los revolucionarios comparten la mesa en la Casa de los Azulejos; donde ocurre la decena trágica, ahí en la Ciudadela, donde ahora se yergue esplendorosa la Biblioteca de México José Vasconcelos.

Y también en nuestra ciudad asesinan de forma cobarde a Madero y Pino Suárez en la antigua cárcel de Lecumberri, el antiguo Palacio Negro que hoy alberga el Archivo General de la Nación, el custodio más importante de nuestro pasado y de nuestra memoria nacional, para que jamás olvidemos ni las afrentas, ni las glorias nacionales.

Podemos revisar nuestra historia patria a través de los grandes muralistas como Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Gerardo Murillo (Doctor Atl), entre otros, visitando el Palacio Nacional, la Secretaría de Educación Pública, el Antiguo Colegio de San Ildefonso, el Museo Diego Rivera o, por ejemplo, el Teatro del Pueblo y el Mercado Abelardo L. Rodríguez en la Calle República de Venezuela, en donde se manifiesta la importancia de que la cultura y el nacionalismo llegaran también a los sectores populares.

Vivimos en una ciudad de reivindicaciones, de movimientos de resistencia, de historias secretas, de leyendas, de rompecabezas por armar. Y es que nuestra urbe es la capital de la República, la sede de los poderes de la Unión, el Distrito Federal, el centro de reunión por excelencia. Nuestra ciudad es el aljibe y el sepulcro de sueños e ideales; es la conciencia cívica nacional; el mar sereno y la tempestad de la acción; es el laboratorio, el tubo de ensayo y la cámara de procesos que ha transformado a nuestro país.

VII.  Un tesoro oculto

Desde los elevados miradores de los edificios insignes de la Ciudad de México podemos contemplar la grandeza del paisaje nocturno. Y entonces, surge espontánea, desde lo más profundo del alma,  una pregunta: ¿Y si realmente “fuera esta noche la última vez”?

Y como si de veras lo fuera, permanecemos otro rato con la mirada puesta en el horizonte nocturno, contemplando la ciudad, mirándola en los ojos de las estrellas, sintiéndola muy cerca, junto a nosotros, cual una mujer enamorada a la que le decimos “¡Bésame mucho!”, porque al fin y al cabo, viajeros en el tiempo y en el espacio, tal vez mañana podríamos estar lejos, “¡muy lejos de aquí!”.

El recuerdo del amor ausente, del amor imposible, del amor perdido, en vez de diluirse en el océano de la ciudad, cobra mayor ímpetu, mayor remembranza, como que se convierte en el único asidero que nos une a la vida en el tumultuoso transitar del mundo.

En medio de la vorágine cotidiana encontramos que el mayor tesoro de la ciudad es el beso amoroso que ella nos da; un beso que se convierte en el símbolo de la fusión de nuestros más caros valores; un beso que nos conecta con el amor, el apego a la familia, el valor de la amistad, la fecundidad del trabajo, la bendición de los hijos; un beso que se convierte en esperanza, fe y solidaridad.

Ese tesoro oculto lo podemos encontrar cuando compartimos con respeto y tolerancia el espacio urbano reducido; cuando nos enamoramos de las pequeñas grandes cosas que suceden día a día, mientras cruzamos la ciudad de polo a polo.

¿Qué tesoro secreto más recóndito, qué misterio más celosamente guardado hace que la ciudad de México se convierta para el viajero en uno de los sitios más acogedores del mundo? ¿Por qué extraña razón aquí se sienten como en su hogar lo mismo el potentado y el desfavorecido cuando uno busca afianzar su prosperidad y el otro iniciar su odisea hacia el progreso?

Creo que en nuestra ciudad existe un fluido misterioso que alimenta al afán de sentar raíces, de integrarse a la vida citadina con una fuerza oculta que sólo se manifiesta como solidaridad en toda su grandeza de virtud ciudadana, en los momentos dramáticos que han conmovido nuestra estructura social.

Quien conoce la ciudad se enamora profundamente de ella, porque es una bella metrópoli que conserva las reliquias de la Gran Tenochtitlán, que con su porte señorial revela de inmediato la nobleza de su estirpe y despierta en el viajero la añoranza dondequiera que éste se encuentre.

Cuando Luis G. Urbina escribió Metamorfosis, no pudo imaginar que el beso enamorado se volvería un suspiro que habita en la Ciudad de México.

 


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