La discriminación (de género y otras) todavía como un concepto inentendible

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Escrito por Dalia Berenice Fuentes Pérez


En esta breve reflexión comparto algunas preocupaciones, por llamarlo de algún modo, en cuanto a la anclada convicción que existe en el mundo de la abogacía de que existen conceptos que, a fuerza de ser repetidos una y otra vez en distintos ámbitos, adquieren una apariencia de “buen entendimiento”; es decir, se asumen como algo que todas las personas entienden o deberían entender con facilidad.

El término al que me refiero es nada más y nada menos que el de “discriminación”, aquella acción que definen cientos de leyes y los propios tratados internacionales de derechos humanos, en términos generales como: aquella situación en donde, sin existir una razón justificada (objetiva y legítima) se excluye, limita o restringe a una persona en el ejercicio de sus derechos (humanos o no).

Más aún, cuando el trato diferenciado injustificado tiene su origen en alguna valoración o creencia asociada a estereotipos sobre el sexo, el género, la edad, la identidad cultural, -por mencionar algunas de las citadas en el artículo 1º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, entramos al análisis de los famosos “rubros prohibidos de discriminación” (así llamados por la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación), que exige una revisión estricta sobre dicho trato (test de escrutinio estricto).

Lo más interesante con este concepto es que, por una parte, se asume como “de dominio público”, sin duda todas las personas hemos sido víctimas en algún momento de actos de discriminación o, al menos, conocemos a alguien que lo ha sido; pero, por otra parte, no logramos entender qué aspecto de un trato o comportamiento es justamente aquel del cual podríamos reprochar la “discriminación” en un sentido jurídico, ante quién reclamarla, qué esperaría como reparación o, incluso, qué debo hacer si yo soy la persona que ha discriminado a alguien más.

En otras palabras, nuestro derecho a la igualdad y no discriminación se queda en el nivel de la mera formalidad, no contamos con herramientas mínimas (también de dominio público) que nos permitan hacer exigible ese derecho en distintos lugares (no exclusivamente tribunales) y momentos. Para muestra un botón: la educación hasta ciertos niveles es obligatoria en México, sin embargo, se ha descuidado en todos los sentidos la calidad de la misma propiciando una desigualdad entre el servicio que brindan las escuelas públicas de las privadas. El argumento más recurrente es “en la escuela privada se exige porque se paga”, pues ¡oh sorpresa!, la escuela pública también se paga y se paga con fondos públicos,  ¿por qué aceptar entonces que una tuviera más beneficios para las y los estudiantes? ¿Esto es discriminación? Desde luego, surge, entre otras razones, por la deficiencia en el servicio público y también por la falta de información y de participación de la población, en la toma de decisiones del poder público, que se relacionan con el rubro “educación”.

La cuestión es que, si preguntamos a padres y madres de familia si resienten tal discriminación, probablemente ni siquiera haya pasado por su mente esa posibilidad; esto, pensando en quienes no tienen un conocimiento que les permita identificar y valorar el problema, que son la mayoría en México (de acuerdo a datos del INEGI, sólo el 2% de la población ingresa a un nivel de educación superior).

Y luego se combinan las problemáticas, pues si nos asomamos a las estadísticas que indican el nivel de formación con base en el sexo, encontraremos que, conforme se incrementa el nivel educativo, se reducen las posibilidades de acceso de algunos grupos como las mujeres (debido a las tareas de género que se les asignan) o bien, las personas con escasos recursos (debido a un contexto material). Esto sigue siendo discriminación y, en teoría, es tan sencillo el concepto –jurídico- que cualquier persona debería poder identificar que se trata de tal; pero, sucede justamente lo contrario, el grueso de la población no sólo no logra advertir en qué momento está siendo víctima de discriminación, sino que, muchas veces se crean argumentos generalizados que justifican tal condición (como la de “en la escuela privada se exige porque se paga”).

No nos extrañe entonces que, cuando intentamos complejizar un poco más el concepto, motivando las reflexiones, por ejemplo, sobre la discriminación por razones de género, el resultado sea muchas veces contraproducente: como la conclusión a la que llegan muchas personas consistente en que para garantizar la igualdad entre hombres y mujeres es necesario no hacer distinciones y, por lo mismo, refutan fehacientemente las acciones afirmativas. La distinción es necesaria siempre que las condiciones sean desiguales, de otro modo estaría ignorando que las personas se encuentran realmente en desventaja. Y esto es muy simple de entender en ámbitos domésticos, no pediríamos a nuestra hija o hijo de tres años de edad las mismas tareas que a alguien de 15 años de edad, solo con el propósito de garantizar la “igualdad”,  es sin duda un absurdo.

Ahora bien, ¿qué puede hacer alguien que ha sido tratada/o de forma discriminatoria?, alguien de quien se ignoró su desventaja y se le excluyó o restringió su derecho injustificadamente. Tendría que contar con alguna vía de reclamo y si ya existe, lo menos que se espera es que alguien le diga que existe (en este caso la autoridad) y cómo funciona.

Con esto regreso al problema, las personas de a pie, las que están alejadas del mundo jurídico resienten la discriminación, pero no saben cómo identificarla ni qué hacer para combatirla (prevenirla o detenerla); tal vez es tarea de las y los abogados hacer el concepto un poco más entendible, refrescar y simplificar al derecho en su lenguaje para, de este modo, convertirlo en una herramienta útil para la transformación social.

 

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