Del espíritu de las leyes
(Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu)
Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu (en adelante Montesquieu) nació en 1689 en Francia y falleció en 1755 también en su tierra natal. Personaje de origen noble, estudió leyes y al morir su padre tomó un puesto como consejero en el gobierno local. En 1716 heredó de su tío la presidencia del Parlamento de Burdeos, y ya para 1721 publica anónimamente sus Cartas Persas, para posteriormente reconocer su autoría debido al estupor causado. Después de vender su cargo en el Parlamento, Montesquieu decide viajar por Europa y así comienza a analizar de cerca los distintos modos de gobierno y sus instituciones1.
Dicho lo anterior, y a manera de hacer una brevísima presentación de Montesquieu, podemos percatarnos de que es en 1741 cuando da a conocer su obra cúspide, y que es la que hoy nos ocupa, misma que le llevó 20 años para finalizar, y que ha trascendido en el tiempo, traspasado fronteras y que se ha consolidado como referente en diversos idiomas: Del Espíritu de las Leyes, libro que fue objeto de críticas y alabanzas al mismo tiempo, y que como respuesta a las primeras y en apoyo a las segundas, en 1750 Montesquieu responde con la Defensa del Espíritu de las Leyes, obra que por cierto, fue prohibida por la iglesia.
Ahora bien, ubiquemos en el tiempo a Montesquieu y la obra que nos ocupa, ya que resulta de toral importancia advertir que el pensador francés se consolidó como uno de los máximos exponentes de la Ilustración en Francia, llamada así por la intención de aclarar las ideas de la humanidad mediante la razón, y que abarca desde el siglo de las luces (XVIII) y hasta inicios del XIX.
De esta manera se gesta Del Espíritu de las Leyes bajo un influjo de ideales de racionales abanderados por la Ilustración que perseguían abatir la ignorancia, la superstición y la tiranía; así como la tan fuerte influencia que detentaba la iglesia.
Al respecto, en las presentes líneas nos daremos a la tarea de atender lo correspondiente a los cuatro primeros libros de la obra cumbre de Montesquieu, mismos que versan sobre las leyes en general, las que emanan directamente de la naturaleza del gobierno, de los principios de los tres gobiernos y sobre las leyes de la educación y su relatividad con los principios del gobierno.
Lo anterior tomando en consideración la extensión de la obra, pero que sin duda alguna dejamos como latente la posibilidad de ampliar el análisis a su totalidad en un futuro.
Para advertir la importancia y trascendencia Del Espíritu de las Leyes, resulta indispensable situarnos en primera instancia en la Europa de la Ilustración, en el siglo XVIII, en donde imperaba el gobierno absolutista a través de los monarcas, mismo que encontraba eco y empuje en una Iglesia católica radical, que no permitía de manera alguna otra idea de carácter religiosa.
De esta manera se abre paso la Ilustración como un movimiento cultural que buscaba una especie de liberación del espíritu humano, el cual había iniciado en el Renacimiento y que llega a su cúspide en el siglo XVIII con exponentes como Locke, Voltaire, Rousseau y por supuesto Montesquieu, quien de manera alguna muestra arrepentimiento sobre el momento en el que le toca vivir, ni mucho menos de sus obras, sino por el contrario, agradece “por haber nacido en el régimen vigente, por haber querido que yo viva con el gobierno actual y que obedezca a los que amo”.2
Y comienza su obra magna con una conceptualización sobre las leyes en general, y las relaciones de con los diversos seres, estableciendo correctamente -desde la humilde perspectiva del que escribe-, que las leyes no son más que las relaciones naturales derivadas de la naturaleza de las cosas, por lo que todos y cada uno de los seres tienen sus propias leyes; e incluso sitúa una especie de regulación forzada, intrínseca diría yo, llevando al extremo el propio barón de ejemplificar a través de la creación al señalar que sería absurdo establecer que el creador podría gobernar el mundo sin aquellas reglas, puesto que el mundo sin ellas no subsistiría.
En este sentido, -y recordemos que en la época del pensador en comento, imperaba una cuestión racional, científica, en donde ciencias como la física y las matemáticas tomaron gran importancia-, el propio autor arremete contra la ignorancia al señalar que faltaba mucho (y hoy día también) para que el mundo se halle gobernado con mínimo o nulo fallo de error como el mundo físico, ya que el mundo del gobierno difícilmente podría seguir las leyes como lo hace la física; por lo que estima que “los seres particulares inteligentes son de inteligencia limitada y, por consiguiente, sujetos a error…[y a su vez] está en su naturaleza que obren por sí mismos”3.
Por otro lado, y noto que con un poco de sarcasmo elegante hace alusión a la inteligencia del hombre, con la cual viola las leyes que Dios ha establecido y cambia a su favor las que él mismo proveyó, por lo que se encuentra sujeto a su propia ignorancia y en consecuencia al error.
A partir de este punto Montesquieu establece una visión trifásica, una teísta en la que Dios retiene al hombre por las leyes de la religión; los filósofos lo previenen por las de la moral; y los legisladores le llaman por medio de las leyes políticas y civiles. Sin embargo en la primera parte de su obra aún no ahonda en la división de poderes estatales que a la postre son referente de su pensamiento.
Sin embargo, en su concepción deja muy en claro que las leyes naturales se encuentran antes que todas, ya que se derivan de la constitución propia del hombre, y por tanto son inseparables, dado que el hombre es el elemento preexistente incluso de la sociedad, por lo que sus reglas intrínsecas son previas a las colectivas, partiendo de la premisa de que si el hombre en un estado natural no tuviera conocimientos, sí tendría la facultad de conocer.
Pero si caminamos en sentido contrario, es decir hasta encontrarnos en el momento en el que el ser humano estableciera sus primeras ideas, sin ser ambiciosas ni perniciosas, sino simplemente de permanencia, nos encontraríamos con un estado salvaje como -lo refiere el barón-, en donde cualquier se siente inferior o apenas igual, sin ataques ni afrentas, encontraríamos la paz, la cual sería en voz de nuestro pensador, la primera de las leyes naturales. La segunda ley natural la considera como aquella debilidad que une al hombre con sus propias necesidades, por ejemplo la búsqueda de alimentos. Una tercera ley es la que corresponde a la atracción recíproca de los sexos opuestos, es decir, el ímpetu de reproducción, mismo que viene aparejado con la cuarta ley, la del deseo de cohabitar con alguien.
Ahora bien, en el mismo primer libro hace alusión a las leyes positivas, mismas que emanan una vez que los hombres comienzan a vivir en sociedad y se abandonan sentimientos fraternales, y comienzan con una especie de estado de guerra. Luego entonces, estad leyes se constituyen como una especie de armisticio entre los estados y los ciudadanos, algo así como un tratado de paz.
A partir de esto encontramos sus primeros acercamientos al campo jurídico (recordando que Montesquieu era abogado de profesión), al conceptualizar el derecho de gentes, el derecho político y el derecho civil.
En este punto es muy importante situarnos de nueva cuenta en el momento histórico, en el que se daba una revolución en el pensamiento, cuando el razonamiento imperaba y trataba de darle un sentido científico a todas las materias, por lo que observa al derecho de gentes bajo el principio de que todas las naciones deben acercarse a la paz acompañada del mayor bien posible, sin perjudicarse cada una en sus respectivos intereses.4 En este sentido, entendiendo a Montesquieu y a su sociedad, descansa este tipo de derecho en la conservación que se deriva de la conquista, y en primera instancia de la victoria en la guerra.
En este sentido, continuando con la obra que nos ocupa, podemos señalar que el derecho político, es la reunión de todas las fuerzas particulares, la cual se ajusta a la disposición del pueblo para el cual se establece. Y a su vez, las fuerzas particulares no pueden reunirse sin que antes se reúnan todas las voluntades, mismo que podríamos advertir en palabras del barón, como estado civil.
En este sentido, es de suma importancia la aclaración que realiza el propio Montesquieu respecto al objeto propio de su obra, ya que invita al lector a no perderse en el objeto de la misma, sino en el espíritu de las leyes que “consiste en las relaciones que puedan tener las leyes con diversas cosas…con el orden natural de las leyes, el de sus relaciones y el de aquellas cosas.”5
Ya en el libro segundo, el tema se centra la índole de los tres distintos gobiernos y de las leyes que se derivan de cada uno de ellos, atendiendo a lo que sucedía en la época, en la que imperaba el absolutismo y centralización del poder ya fuera en un monarca o en un grupo cerrado de personas.
Al respecto, Montesquieu nos permite hacer el distingo correspondiente, señalando de primera mano que hay tres especies de gobierno.
La primera corresponde a un gobierno republicano, en el que el pueblo -o la mayoría democrática como podríamos interpretar en nuestro derecho vigente-.
Monárquico será aquel en que una persona gobierna, pero con un freno a través de reglas definidas previamente y dentro de las cuales debe moverse la actuación del gobernante, no más.
Por otro lado, el gobierno es despótico, de acuerdo con Montesquieu, cuando el poder reside en uno solo, y en donde no existan leyes ni reglas definidas, toda vez que es la voluntad caprichosa del gobernante la que impera ante sus súbditos.
Al respecto es importante advertir de nueva cuenta que en el momento histórico en el que aparece este Espíritu de las Leyes, corresponde al de una revolución en el pensamiento, y en consecuencia se empiezan a observar los defectos y virtudes de los gobiernos, en donde era muy fácil de pasar de una monarquía a un gobierno republicano a uno monárquico, y a su vez a uno despótico (estos últimos tradicionales en la historia hasta la Ilustración), pero al mismo tiempo lo complicado que era hacer de un gobierno despótico uno monárquico, y más difícil aún, hacer de estos una república.
Ahora bien, retomando la república podemos advertir que si el poder está en manos del pueblo, nos encontramos frente a una democracia, mientras que será una aristocracia cuando ese poder resida en solo una parte del pueblo.
En el primer caso, Montesquieu señala que el pueblo soberano será quien elija a sus ministros, los cuales necesitan de un órgano que los guíe y que los apoye en su caso, esto es, de un senado o un consejo.
Continúa el barón abriendo la posibilidad de que el monarca elija a sus propios senadores o consejeros si es que les quiere tener la total confianza, circunstancia que choca auténticamente con la democracia contemporánea, en donde es el pueblo mismo el que elige a ese senado, pero también al mismo tiempo hoy día damos le damos la razón, toda vez que si asimilamos la idea de consejero a una especie de colaborador cercano, advertimos que el gobernante -como sería el Presidente de una República como la nuestra-, elige de manera directa a sus Secretarios o Ministros, al igual que a su equipo más cercano, tipo staff, con lo que es obvio que las ideas de nuestro pensador siguen vigentes.
Ahora bien, una ley fundamental que observa Montesquieu es la que corresponde a la manera de emitir el sufragio, esto es, si es mediante sorteo nos estaremos enfrentando a una democracia, mientras que si se hace por elección sería el una aristocracia.
Como podemos ver, la óptica en el aspecto histórico nos ofrece nuevamente un punto de inflexión con lo que ocurre en la actualidad. Ya que los teóricos contemporáneos podrían advertir al “sorteo” como una figura en desuso, y en su caso se haría alusión a la elección plurinominal como una especie de voto indirecto, por supuesto dentro de un campo “democrático” de elección directa; esto es, una teoría ecléctica de lo que en su momento Montesquieu nos obsequió en el Espíritu.
De igual manera, llamó en su momento poderosamente la atención la afirmación del barón que en la democracia debía contemplarse la publicidad de los votos como una ley fundamental más para evitar la corrupción de los mismos, o como lo vería en nuestra actualidad, transparentaría el sufragio y a su vez la elección de los gobernantes y representantes de elección popular, evitando así que se dieran fraudes o hechos cuestionables respecto al conteo de los votos.
En el caso de la aristocracia, vale la pena resumir lo que advierte el barón en la primera parte al señalar que ésta se acerca más al perfeccionamiento cuanto más se asemeje a una democracia, pero también se corre el riesgo de que sea más imperfecta cuanto más se acerque a la monarquía. Como vemos, dos extremos que no eran desconocidos en absoluto en el siglo de las luces.
Ahora bien, respecto a la monarquía como segunda forma de gobierno Montesquieu estima es que aquella en la que el príncipe es la fuente de todo poder político y civil, y las leyes fundamentales únicamente se ven como canales intermedios por los que correo el poder del propio príncipe, y al cual debe pleitesía una nobleza como poder intermedio; y al mismo tiempo como un contrapeso importante se presenta –en este caso de manera necesaria- el poder del clero, como una barrera útil capaz de contener de alguna forma la arbitrariedad del gobernante.
Finalmente, por lo que hace a estas formas de gobierno, el barón refiere nuevamente de manera muy puntual al momento histórico en que vivió, y que sin duda generó ámpulas en las esferas de gobierno, que el estado despótico no se observan ni leyes fundamentales ni depositarios de las mismas, toda vez que el poder en su totalidad se concentra en una persona, misma que gobierna en base a sus impulsos y debilidades, y en consecuencia la religión influye de manera considerable, para bien o para mal podríamos aventurarnos a decir.
En este sentido, es fundamental la existencia de un visir en un estado despótico, como una especie de contrapeso; sin que se pueda asegurar que dicha función se cumpla.
Una vez que Montesquieu nos coloca en un escenario en el que se presentan los tres gobiernos: república, monarquía y despótico; abunda en el libro tercero sobre los principios de cada uno de ellos, estableciendo en primera instancia la distinción entre la naturaleza del gobierno (lo que le hace ser, como una estructura particular) y la de su principio (lo que le hace obrar, esto es, las pasiones humanas que lo mueven).
En el caso de la democracia nuestro pensador señala que no basta con unas leyes establecidas y el brazo aplicador siempre atento a su cumplimiento, sino también de un estímulo más, la virtud. Y no meramente desde una óptica filosófica, sino física, palpable y visible, y es que recordemos que históricamente la Edad Media no se caracterizó por gobiernos que cumplieran las normas, sino que a contrario sensu, se observaba como la ambición se hacía presente en los gobernantes y con ello la avaricia, luego entonces los objetos cambiaban por aquellos que se alejaban del interés del pueblo.
Para la aristocracia el principio sería la templanza, toda vez que de acuerdo con lo estima el barón, se trata de una especie de virtud intermedia ejercida por parte de la nobleza, y en la que se observen como iguales al menos entre ellos, y de esta manera conservarse en tal estado. Nótese que en la Ilustración resultaba de suma importancia la nobleza, no solo para cuestiones políticas, sino también económicas, circunstancias ambas que eran muy importantes para cualquier gobierno.
Por lo que hace a la monarquía claro es que la virtud no es su principio, sin embargo trata de compensarlo ocasionalmente a través del honor como un resorte del régimen, mismo que puede mover el aparato político y conllevarlo a un mismo sentido, independientemente de cuál sea.
A manera de cadena de perjuicio, el honor es ajena completamente al estado despótico, al igual que la virtud, toda vez que para un déspota resulta incluso peligroso su ejercicio, ya que sería poner en riesgo su posición, por lo que para suplir estos, debe echar mano del temor, de infundir miedo con el que se disipen aquellos deseos de ambición por parte de sus gobernados.
Al respecto, y a pesar de que pudiera parecer un estado de maldad, Montesquieu destaca también -y coincidimos en consecuencia-, en que si desaparece este aliciente de gobierno, desparece también el único protector del pueblo, por lo que entonces se convierte en un mal necesario, mismos que, desde un particular punto de vista podía superarse únicamente con la muerte del monarca y la supresión de su linaje a efecto de instaurar ya fuera una monarquía o hasta una república.
No es por demás señalar que la obediencia por parte del sujeto pasivo –como dirían hoy los doctrinarios-, fue un elemento que no escapó al barón y advierte como la religión puede oponerse a la voluntad del príncipe, y lo puede hacer sin batallas ni sin guerras, sino simplemente con la voz y anunciamientos divinos que prevengan castigos o beneficios divinos para que el gobernante sea capaza incluso de guardar silencio, o en su defecto levantar la voz a nombre de la divinidad que no necesariamente se refiere de la cual supuestamente emana, sino más bien a aquella que le sobrepone en su propia voluntad.
Ahora bien, en el Libro Cuarto y último que analizaremos Del Espíritu de las Leyes, Montesquieu se enfoca en un tema que podría pasar desapercibido si nos concentramos en temas de gobierno y estado, pero que sin duda es de toral importancia dado que es un antecedente de éstos: las leyes de la educación de acuerdo con los principios de gobierno.
En el caso de las monarquías advierte que es el honor el que debe imperar en la educación, dado que las acciones de los hombres se advierten por buenas, ni por justas o razonables, sino por bellas, grandes y hasta extraordinarias; y es el honor mismo el que debe mover la voluntad del monarca como una especie de verdad a mostrar a su pueblo en una política de modales. Para ilustrar lo anterior, el barón enumera tres principios fundamentales del honor, a saber: primero, que podemos hacer caso de nuestra fortuna, pero no de nuestra vida; segundo que una vez alcanzada la categoría, no se debe hacer nada que haga parecer inferior a ella; y tercero, el honor queda por encima de la prohibición normativa, o de la exigencia de la misma.
En el caso del gobierno despótico, la educación tiende a rebajar el corazón, dado que es más útil entre más servil sea, y más peligroso se torna el saber. En otras palabras, Montesquieu nos quiere decir que en donde exista un régimen despótico, la educación es nula.
A su vez, por lo que hace a un gobierno republicano, la educación debe contar con toda la atención y eficacia, ya que deben centrarse los esfuerzos en la virtud política y el amor a la patria junto con las leyes; y de lo que señala puede deducirse que ve que el medio más seguro para fomentar este amor, es a través de los padres, ya que son quienes deben inculcar estos principios desde pequeños.
De esta manera Montesquieu en estos primeros cuatro libros nos deja ver un poco de lo mucho que contiene su obra Del Espíritu de las Leyes, obra que sin duda ha dejado mucho legado entre los pensadores, historiadores, políticos, abogados y hasta filósofos, dados sus alcances multidisciplinarios hoy día resultan de gran valía.
Es claro que el paso de los siglos puede ver rebasados algunos de los postulados del barón, sin embargo, debemos rescatar todos aquellos que siguen vigentes en nuestra sociedad, en nuestra política, en nuestros estados.
Conclusiones
Una vez analizados los cuatro primeros libros Del Espíritu de las Leyes del barón Montesquieu, obra advertida como una fuente directa de la Ilustración, y que sin duda se considera como referente en el pensamiento político y jurídico (entre otros), advertimos de manera clara cómo el autor observaba su realidad de una manera supra sobre los hechos que acontecían y sobre aquello que consideraba como intrínseco a las normas existentes en los diferentes estados.
De esta manera en estos libros nos deja ver su concepción acerca de las leyes de manera general y la relación que mantienen con las personas, y a su vez con aquellas que emanan directamente de la naturaleza del gobierno, ya sea republicano, monárquico o despótico; pero sin olvidar los principios para cada uno de ellos, y al mismo tiempo la educación que debiera imperar en cada escenario.
Con ello, en cuatro libros el barón nos presenta una obra que sin duda debe ser considerada por mucho tiempo como un ápice de la Ilustración y del propio pensamiento político moderno.
Decíamos en principio, y constatamos al final de este pequeño ensayo, que bien valdría la pena ahondar en el resto de la obra de la manera que lo hemos hecho hasta ahora, dados los alcances de la propia fuente, y quedamos ciertos que así será en un momento futuro.
Referencias
1 Silvia Medina Gallardo, Datos biográficos del autor, en Del Espíritu de las Leyes, Grupo Editorial Éxodo, 1ª edición, 2007, 2ª reimpresión, 2013, México.
2 Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes, Grupo Editorial Éxodo, 1ª edición, 2007, 2ª reimpresión, 2013, México, p. 29.
3 Ibidem. P. 34.
4 Como comentario al margen, queda claro que aquel adagio “Entre los individuos, como entre las Naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz” pronunciado en 1867 y con el que se inmortaliza Benito Juárez, no era para nada nuevo, toda vez que es un razonamiento vertido con anterioridad, en este caso por el propio Montesquieu.
5 Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, op. cit., p. 39.